Columnas Olrai

Yo, el looser

Desde chico me acostumbré a perder. En todo. Me hice un experto en la derrota. Hice un magíster en fracaso, un diplomado en frustración. Me convertí en un sultán de la inferioridad, un King del sometimiento.

Mi hermano, 7 años y medio mayor, me ganaba en todo. En las carreras, en el control remoto, en las bebidas, en la repetición del postre, en los regalos, en el PacMan, en el Pole Position, en el cachipún, en el gato, en la Gran Capital y un perenne y sempiterno etcétera.

Con mi papá, pasaba algo parecido con el pimpón. Me tenía de hijo, literalmente. Su juego de lapicero era tan clásico como portentoso. Infranqueable, letal. Yo, desde chico, traté de todo. Entrené y entrené. Cambié la empuñadura, jugaba arratonado, trataba de hacer winners con la devolución de servicio, reveses con chanfle, revés plano, cortitas, buscaba los flejes. Hice de todo, pero nada, nada parecía funcionar. A veces, cuando jugábamos hasta los 11, yo incluso llegaba a los 9 y más de una oportunidad cuando los partidos eran hasta los 21, nos fuimos a los dos más, pero no había caso. Siempre me ganaba. Su experiencia era determinante. Su experiencia, su talento, su tranquilidad, todo.

Ahora, con el paso del tiempo, veo mi niñez como una gran escuela. Una escuela de ánimo, de superación, de tranquilidad, de progreso, de frialdad, de mejoramiento. Porque cuando uno, por esas casualidades de la vida, llega a caminar por la vereda del triunfo, reacciona de forma especial. Se vive mejor, se disfruta de forma distinta, se goza de otra manera. Y aquí, para mí, está la clave. Cuando ya has vivido abrazado al fracaso, el triunfo se tiene que disfrutar con más sabiduría. Sin excesos, sin triunfalismos, sin burlas a los rivales, sin soberbias, sin twittear íconos de dos copas, sin burlarse de los que aún no ganan, ni menos de los que siempre ganan y ahora les ha costado, sin fotos de los hijos durmiendo esperando que su papá salve a Chile. El éxito se tiene que vivir con moderación porque uno sabe -cuando ha dormido, tomado desayuno, almorzado, tomado once y comido con la frustración-, que la derrota es parte de todo y más temprano que tarde, volverá a saludarte.

Jamás pensé en restregarle mi triunfo en la cara a mi papá ese primer 21 a 19, con revés a dos manos incluido, porque sabía que el siguiente partido lo perdería por boleta.

Nunca se me pasó por la cabeza gritarle a mi mamá cuando le gané los dos tríos y una escala, porque sabía que después de la escala real, en la sumatoria total, me iba a liquidar igual.

Cuando me saqué un 7 en matemáticas, hubiera sido muy caradura para burlarme del Patato Martínez, el mateo del curso.

Si fuera hincha de Cobresal, tendría que ser muy care’palo para agrandarme con mi título del 2015 frente a un chuncho, uno de la UC o un colocolino. Y como hincha de Colo-Colo, con qué cara podría agrandarme con lo de Libertadores frente a hinchas de Boca, o de Nacional o de Independiente. ¿Con qué cara?

Ahora, nos tocó perder, quedar fuera del mundial. Los brasileros nos dieron un baile y Perú terminó sobre nosotros en la tabla de posiciones. Sonaré pecho frío y viejo de mierda, pero créanme que no estoy sufriendo. Es más, miro este baño de humildad, como una oportunidad para que los triunfalistas, soberbios, agrandados, arrogantes y altaneros, bajen de su poni. Quizás esto nos enseña a cómo ganar. Hay mil frases hechas que pueden buscar en sus Facebook, con fondos de colores y letras cursivas, pero hay una que siempre escuché desde chico y que hoy me hace muchísimo sentido: “hay que ser fuerte en la derrota y humilde en el triunfo”. Que no se nos olvide que durante muchos años construimos nuestra fortaleza. Perdimos y perdimos y nos hicimos tremendamente fuertes, pero hace algunos años se nos olvidó la humildad. No supimos ganar. Le restregamos nuestros incipientes triunfos a los uruguayos y a los argentinos. Miramos en menos a las eliminatorias europeas. Nos burlamos de los mexicanos. Nos volvimos pesados, sobrados, el insoportable del curso. El que cuando ganó, se le olvidó que toda su vida había sido un perdedor.

 

Poni