Los partidos entre el octavo A y el octavo C eran verdaderos clásicos. Superclásicos. Superclásicos llenos de pasión, de garra, de esfuerzo, de dientes apretados. Había talento también, eso es innegable, pero lo que hacía que el colegio entero se paralizara durante la segunda mitad de los recreos de almuerzo, era esa pimienta que siempre existía. Agarrones evidentemente camuflados, hoyitos en busca del asombro del público, tocadas de oreja en los córners, rabonas asombrosas, goles celebrados como si fuera la final del mundo. Partidazos. Partidazos por donde se le miren.
Desde que el A perdió al Chasca Cavieres por motivos extrafutbolísticos, la supremacía del C fue notoria. El Chasca era el goleador, el de los goles importantes, el de los cabezazos imparables, el percutador. Un animal del gol. Lástima que el inspector lo pillara fumando en los baños de mujeres. Lástima mayor porque ya había sido advertido en múltiples ocasiones e invitado a rectificar su conducta, encauzándola por el camino del orden, la disciplina, el respeto y las buenas costumbres. Tuvo 7 últimas oportunidades y ese cigarro apagado frente al ceño fruncido del perro Suárez, también apagó su matrícula y su estadía en la institución. El colegio perdía a su alumno más conflictivo y anárquico. El octavo A perdía mucho más.
Dos meses ya habían pasado desde que ese par de niñas gritaron y advirtieron al inspector de la presencia de un hombre ahumando ese lugar tan íntimo. Los partidos no eran todos los recreos, pero dos meses sin un triunfo del A ya era mucho. La paternidad del C crecía junto con la incapacidad de sus rivales de encontrar un delantero o una estrategia que hiciera remediar de alguna forma la chascadependencia.
Maluenda era bueno para la historia, regular para las matemáticas, medio timidón, ni muy gordo ni flaco. Pelo corto. Se sentaba a la izquierda, tercero de adelante para atrás, cerca de la ventana. Sus notas eran más que aceptables y su disciplina intachable. Su apellido ya advertía que no era muy bueno para la pelota, pero después de estos meses, aparecía como una fórmula válida para tratar de terminar con el invicto del C. Ya eran 29 partidos sin ganar. Una verdadera humillación.
Juan Sebastián Maluenda Sepúlveda almorzó ese viernes lo más rápido que pudo. De hecho, su almuerzo consistió en abrir su lonchera, mirar el pan con jamón y tomate que su madre le había mandado y volver a cerrar la lonchera. Sus nervios no permitían llevarse otra cosa a la boca que no fueran sus uñas. El jugo también quedo virgen. Era primera vez que entraba al selecto grupo de los 7 jugadores que podían participar del equipo. Sin duda un orgullo, pero también una responsabilidad demasiado grande. El fantasma del talento y la locura del Chasca aparecía cada recreo y cada uno de sus reemplazantes había sucumbido a la presión.
El partido de ese viernes se jugó, como siempre, con dientes apretados, camisas transpiradas y agujeros cada vez más grandes en las rodillas de los pantalones. El C quería llegar a su partido 30 sin perder y al igual que todo el año, se esforzó al límite para eso. El A, a estas alturas esperando un milagro, buscaba pelotazos largos y aprovechar al máximo los escasos córners a favor, pero nada parecía resultar. El 0 a 0 estaba prácticamente sentenciado.
Cuatro segundos antes que sonara el timbre, una falla del Sapo Osorio, el central del C, dejó a Maluenda con una oportunidad única. Era un sueño. Él, con la pelota dando botecitos, solo frente al Cabezón Luna, el arquero. Sin pensarlo, metió un derechazo fuertísimo, lo más fuerte que pudo. Tan fuerte que la pelota se fue a las nubes, lejísimo, al patio de los cabros chicos. Maluenda intentó una celebración, pero entró en razón y al ver la euforia del octavo A completo, no tuvo otra opción que agachar la cabeza, cerrar los ojos y no abrirlos nunca más en su vida. El 30 había llegado y todo el colegio lo sabía.
La clase de castellano de la tarde fue un suplicio. Maluenda sabía que lo que había pasado hace algunos minutos sería inolvidable. Hasta cuarto medio y más allá. Sabía que cuando se juntaran 40 años después, sus compañeros seguirían recordando ese remate furibundo y seguirían recriminándolo. Sería el nuevo Caszely, se llevaría su error a la tumba. Sería una marca imborrable, tatuada a fuego en su corazón y en su currículum futbolero.
Durante el fin de semana, papá Maluenda y mamá Sepúlveda hicieron lo posible por consolar a su hijo, pero sólo lograron que volviera a levantarse ese lunes para ir a clases. Fue lo máximo. Se opusieron a buscar otro colegio, a irse a vivir a Punta Arenas y a la operación facial con cambio de apellido.
El lunes, la pena del Maluenda chico parecía inagotable e incurable. La jugada seguía rondando en su cabeza y ni siquiera la entrada de Carlitos, el auxiliar encargado de llevar la tele y el DVD a las salas, hizo que pudiera levantar su frente. La clase de ciencia tenía un video de apoyo, de esos que el mismo Carlitos tuvo que grabar de National Geographic.
El oso pardo es un animal plantígrado, cosa que a nadie en el octavo A parece interesarle. Ni tampoco que tenga una cola de 7 u 8 centímetros. Sin embargo, en el momento en que se hablaba de su pelaje, el video se interrumpió súbitamente. Se cortó de plano. Sonó un pitido y apareció una imagen en blanco y negro.
La atención de los alumnos fue total. La sorpresa de la vieja de Ciencias también. Y mientras ella se acercaba seguramente a golpear la televisión para solucionar el imperfecto, Carlitos la detuvo con respeto y le impidió continuar su camino. Gracias a eso se pudo ver el video.
Maluenda y todos sus compañeros contemplaron atentamente las imágenes, que a estas alturas ya se sabía que era algo que había preparado el tío Carlitos. El silencio reinó en la sala. Creo que ni una porno sueca hubiera logrado tanta atención en ese grupo de adolescentes. La vieja López también estaba sorprendida. No entendía mucho, no lo podía creer.
De pronto, la imagen en blanco y negro y algo pixelada se detiene. Aparecen las dos rayitas paralelas del pause. Carlitos se acerca a la pantalla, pone su índice sobre la parte superior y hace un gesto como explicando algo. Todos en silencio. Los ojos de los alumnos se abren al máximo y la respiración se acelera. Incluso las 6 niñas del curso se impresionan.
¡¡¡Golazo concha tu madre!!!, gritó Maluenda con una fuerza desbordante que salió de sus entrañas, rompiendo el silencio que había guardado por tres días completos.
El curso completo estalló de júbilo. Algunos se sacaron la cotona y la revoloteaban. Las niñas gritaban como si hubieran visto al Chasca semidesnudo fumando en el baño. Los que se quedaron sentados golpeaban los pupitres al ritmo del bombo. Entre 3 levantaron a Carlitos y le chillaban mientras lo manteaban. Cáceres le dio un beso a la vieja de Ciencias.
La imagen de las cámaras de seguridad que trajo el tío Carlitos mostraba el final del partido del viernes. La pifia de Miguel Osorio y el remate de Maluenda. El pause estaba justo cuando el horizontal del arco del C dividía a la pelota en dos partes iguales, lo que comprobaba que el derechazo de Maluenda había pasado por debajo del palo y no por arriba como todos pensaban.
El 30 ya no era el 30 y Maluenda, aun con pelo corto, hacía olvidar a Enrique José Cavieres Palma.
RP