[Columna de @jla.nt, auditor Olrai]
Como gran parte de nosotros, soy colocolino desde incluso antes de nacer.
Nací en una familia mayoritariamente alba, donde el amor por Colo Colo era parte del día a día.
Mis primeros acercamientos con la pelotita, y específicamente con el Cacique, fueron a través de los videojuegos. Sin embargo, no fue hasta los 9 años que sentí una verdadera conexión con el club.
Era una tradición reunirnos todas las semanas en la habitación principal de la casa de mis padrinos para ver los partidos del Colo. Éramos alrededor de 10 personas: tíos, primos, amigos, e incluso ese tío ex jugador del Audax, seleccionado nacional sub-20, que no llegó al primer equipo porque «se lo cagó Chamaco». Aunque en realidad, nunca vi un partido. Apenas llegaba, me sentaba frente al computador y pasaba horas jugando el último videojuego de fútbol. Me entretenía creando insignias, equipaciones y jugadores.»
Pero el jueves 12 de agosto de 2004, en uno de esos impulsos de la niñez por hacer algo diferente, el destino quiso que me sentara frente a la tele a ver un partido de fútbol. Colo Colo, que peleaba la punta del torneo, visitaba a Audax Italiano en el Estadio Santa Laura. Fue un partido trabado, donde los «tanos» se pusieron en ventaja a los 61 minutos. Me llamó la atención ver cómo quienes estaban a mi lado se lamentaban por el gol, sin entender para nada la importancia del resultado.
Y entonces pasó lo improbable. En una jugada por la izquierda, Adrián «Carucha» Fernández tiró un pelotazo que se coló por el segundo palo. ¿Intencional o por suerte? Quién sabe. Pero lo cierto es que el Carucha hizo un golazo. Aquel jugador resistido y criticado celebró su gol entre lágrimas. Y, sin entenderlo del todo, me emocioné. Por primera vez, ese equipo que había tomado como mío casi por obligación me hizo sentir felicidad.
Ese partido terminó 2-1 a favor de Colo Colo, con un gol de un joven Matías Fernández.
¿Cuántas veces han escuchado a alguien decir «Me hice hincha de Colo Colo por el Carucha Fernández»? Seguramente nunca. Pero por extraño que suene, ese es mi caso. Gracias a ese jugador que «no le pegaba ni al quinto bote», adopté a este equipo como parte de mi vida. Desde entonces, Colo Colo me ha regalado algunas de las experiencias más felices que he vivido: ver en el estadio el triplete de Paredes en el Superclásico, su anhelado gol 216 y, en un momento difícil, una pequeña alegría cuando el equipo levantó la copa el día del funeral de mi padre.
Ser hincha de Colo Colo es, para muchos, un sentimiento heredado, construido sobre ídolos, hazañas y títulos inolvidables. Para mí, en cambio, empezó con un jugador intrascendente en la historia del club, un jugador cuyo legado es más anecdótico que memorable. Y eso es lo maravilloso de este equipo: no importa cómo ni cuándo llegaste, si fue por Caszely, El Barti, Matías o, en mi caso, el Carucha. Colo Colo es más grande que cualquier jugador, es una pasión que se cuela en tu vida de formas inesperadas y, cuando te atrapa, no te suelta más.
En este centenario, más que recordar los títulos y las hazañas, pienso en los momentos que Colo Colo ha dejado en mi vida. Porque su grandeza no solo está en la historia que ha escrito, sino en la forma en que nos marca para siempre.